La
escritura sólo es imaginable a través de los soportes empleados para
albergarla, de los materiales usados para esgrafiarla, tallarla o pintarla.
Frente a la cultura oral, cuya única depositaria era la memoria, con el
nacimiento de la escritura se dio paralelamente la utilización de múltiples y
variadísimos soportes y el desarrollo de muy diversas técnicas para realizarla.
Puede decirse que casi cualquier material
susceptible de ser pintado, ya sea de origen orgánico, animal o vegetal, ya
inorgánico, piedras o metales, han servido alguna vez como soporte de
escritura. Realizar una historia de la escritura lleva aparejado
inevitablemente contemplar un estudio de los materiales en que ésta se ha
desarrollado, pues la elección de los mismos depende de factores que van desde
los conocimientos y técnicas desarrollados en una determinada zona, como lo fue
el papiro en Egipto, al uso de materiales a mano, sencillos de usar o
económicos, como la madera, las tablillas de cera o la pizarra; o al empleo de
la escritura con fines sociales y políticos que buscan establecer mensajes
duraderos, a ser posible perennes, que alcancen a toda la población, como las
inscripciones monumentales romanas en piedra. Por otra parte, el uso de
distintos materiales no sólo comporta distintas técnicas, sino que condiciona
también la evolución misma de la escritura, tanto si se trata de sistemas
ideográficos, como los jeroglíficos, logogramas, silabarios o escritura
alfabética. De hecho en la evolución de la escritura alfabética se operan
cambios sustanciales, como se puede ver en la escritura de Roma, desde las
primeras inscripciones capitales, monumentales o rústicas, al uso cursivo de la
misma dado en los grafitos de las paredes o en los rollos de papiro, desde las
antiguas escrituras a las nuevas cursivas que comenzaron hacia el siglo III
d.C.
Por
contra, la evolución de la escritura causa, en ocasiones, que textos escritos
en un soporte se trasladen a otro al copiarlos, dada la antigüedad de los tipos
gráficos que se vuelven cada vez más incomprensibles, como ocurrió con muchos
textos escritos en papiro, que al copiarlos en una escritura más “moderna” o
inteligible en épocas posteriores, se reprodujeron en pergamino. La
interrelación entre escritura y soportes materiales es tan evidente que la
existencia misma de algunas ciencias ligadas a ella se define en función de
éstos, al menos en su concepción más restringida. Así tradicionalmente, y casi
sin oposición hasta la mitad del siglo XX, se han venido marcando distinciones
entre ciencias como la epigrafía -destinada al estudio de la escritura y los
textos inscritos en materiales duros, como la piedra o el mármol-, frente a la
paleografía -que se encargaría del estudio de las escrituras antiguas, pero con
exclusión de esos materiales duros-; y entre ésta y la papirología, dedicada
fundamentalmente a la escritura realizada sobre este material o, en todo caso,
a aquellos tipos de escritura que participan de caracteres similares a ésta en
su forma o ejecución, aunque el soporte sea distinto. Aunque los conceptos se
han perfeccionado y el objeto de estudio de cada una de estas áreas se ha
perfilado con bastante más nitidez en la segunda mitad del siglo XX y se tiende
a una concepción globalizadora del estudio de la escritura que integre los
diferentes campos desde los que ésta puede abordarse, las definiciones
tradicionales apuntaban a la importancia intrínseca de los materiales y
técnicas empleados en el arte de escribir. Importancia que sigue siendo
reconocida, no obstante, de forma general, aunque puedan haber variado los
conceptos de las ciencias que se ocupan de la
escritura.
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